Se recomienda llegar hasta la ultima frase: simplemente cae como un buen cafecito (con mucha azucar como me gusta) para amenizar la noche casi madrugada de un martes sumergido en un lodo de tantas cosas pendientes que tengo que hacer. Una joyita para los que piensan (o han estado haciendo el intento) que la felicidad de a dos necesita, previa y paralelamente, una felicidad de a uno.
Por Renato Cisneros
Buscar novia debería ser un pasatiempo divertido y no una obsesión enfermiza. En mi caso, por lo menos, detrás de este impenitente ejercicio de exploración mundana y selección natural (que ya lleva sus buenos dos meses y medio) no hay ni un gramo de intranquilidad, desesperación, despecho o angustia.
Si digo que ‘busco novia’ es porque a menudo me provoca conocer a una chica que –como una pieza de madera– calce exacta en el espacio pendiente de mi rompecabezas personal. Pero tampoco me hago paltas. Si llega, genial. Si no, también. La soledad, lejos de intimidarme o asustarme, me resulta confortable. Demasiado confortable, diría. Aunque a mucha gente le extrañe, hay cosas que me gusta hacer preferiblemente solo: ir al cine, hacer compras en el supermercado, visitar una librería, comprar ropa, montarme en un avión. Hay días en el trabajo, incluso, en que almuerzo solo (provisto, eso sí, de un suplemento deportivo). También me gusta, de vez en cuando, sentarme en la barra de un bar o en la mesa de un cafetín y saber que puedo otear el mundo desde el espumoso y melancólico horizonte de mi vaso de cerveza. Quizá es por eso mismo que disfruto tanto manejando. Estar al volante, maniobrar el timón, pisar los pedales, decidir los cambios e imprimir velocidad al auto es toda una epifanía de la independencia.
Alguien podría jalonearme las orejas con razón y preguntarme “si tanto te gusta estar solo, qué diablos haces buscando novia”. Y yo podría defenderme diciendo que una cosa lleva a la otra, porque me parece que únicamente las personas que saben estar solas pueden advertir y valorar después la dimensión de una buena compañía.
A veces creo que esta actitud medio retraída –y que podría parecer una grave propensión hacia el autismo– está relacionada con mis aficiones predilectas (leer y escribir son, finalmente, actos solitarios por definición). Sin embargo, tengo una justificación antropológica más razonable y que se reduce al inapelable hecho fáctico de que al mundo venimos SOLOS y del mundo nos vamos SOLOS. Los nacimientos de mellizos, trillizos, cuatrillizos son siempre una novelería, una rareza digna de las portadas de los diarios (y de las carpas de los circos). Lo normal, lo que se espera, lo típico es que uno nazca solo. Igual pasa con la muerte. Uno se marcha a solas. ¿O acaso alguno de ustedes ha visto entierros en parejas o ataúdes con doble compartimiento? Lo lógico, otra vez, es que la gente se despida individualmente.
Por eso me irritan un poco las personas que no saben estar solas. Esos hombres y mujeres que creen que la soledad es sinónimo de acabamiento, derrota o exclusión. Personas que buscan por todos los medios emparejarse, y terminan enganchándose con alguien a quien no aman, pero que representa eso que tanto persiguen. Sin darse cuenta, acaban enamorados de una figuración, de un espejismo: no de la persona, sino de lo que la persona temporalmente encarna.
Me apenan las personas que no se soportan a sí mismas, que no se toleran, que se asfixian en el silencio de sus habitaciones, y que no se interpelan delante del espejo por miedo a descubrir vaya uno a saber qué incómodas verdades. Esas personas, con tal de combatir su paranoia de quedarse solos, son capaces de estar con quien pueden y no con quien quieren, ignorando que así extienden su tragedia.
Esa actitud responde a una típica mentalidad empapelada de frases como “voy a darme una oportunidad con él”, “no lo amo, pero lo necesito” o “sé que con el tiempo puedo enamorarme de ti”. Desconfíen cuando escuchen esas gentiles proclamas, porque detrás de ellas suele haber gente cobarde, medrosa y timorata que hipoteca su libertad y se abraza a una relación en la que no cree. Tengo un amigo que sostiene que uno se empareja porque, inconscientemente, busca un testigo, alguien que pueda dar crédito a tus vivencias y sea quien las corrobore ante los demás. Una especia de fact checker sentimental. Tiene sentido. En todo caso, creo que todos se merecen vivir una larga temporada sin pareja. Pasarla solos un rato, sin más interlocutores que uno mismo.
De hecho, yo no busco novia para que me ‘rescate de mi soledad’. Al contrario, la busco para que venga a compartirla conmigo.
(2da ilustración: Alfonso Vargas Saitua)